domingo, 30 de septiembre de 2007


V.O.S.

Raquel subió hasta la sexta planta y llamó a la puerta. No en el timbre, sino con su pequeño puño, aporreando dulcemente la madera.

Agazapado bajo la manta, sumergido en un mar de fiebre y cefalea, pensé que estaba soñando. Pasos de gigante menudo, aproximándose... yo corría delante de él, huyendo de él; y luego tras él y, tras doblar la esquina, entonces...

“Luís, abre la puerta por favor. Soy yo, Raquel...”

Un esfuerzo titánico, sobrehumano. Una trayectoria difusa, aleatoria, una serie estocástica de pasos pesados hasta el pomo. Y el sudor en las sienes; el sudor de enero, el sudor del virus que se ceba...

“Hola... perdona, pero... bueno, me vuelvo a la cama... pasa, no te quedes ahí...”
(Vete... ¿no ves que estoy enfermo y que te voy a contagiar, tonta?).

De vuelta a la incubadora. Ella tras de mí, en mi habitación. Yo me tapo y tiemblo. Ella a mi lado, sentada en un cojín en el suelo, junto a la cama, con los brazos apoyados en el colchón.

“Oh, vaya... tu compañero de piso me había dicho que estabas mal, pero no creí que fuera para tanto. Quería subir para verte y por si te puedo echar una mano...”
(Joder, tío, estás hecho una puta mierda, así que me he subido para probar hasta qué punto eres vulnerable y así me voy ganando puntitos contigo, ejem...).

“Bueno, ya sabes, son los primeros días, supongo. En realidad no es más que una mala gripe... si no me maltratara tanto con el tabaco y durmiera un poco más, y comiera un poco mejor, igual la pasaba mejor... en fin. Esto... no te preocupes, gracias, eh... No me hace falta nada...”
(Si te echaras a mi lado y me tocaras el pelo o me tomaras la mano, seguro que descansaría mejor, pero sabes que no puedo pedirte eso. Lo sabes muy bien...).

Era preciosa en realidad. Con su carita redonda, como de bollo de pan de leche recién horneado; con grandes ojos casi negros y una nariz proporcionada. La frente despejada y limpia y la melena corta, muy corta y suave.
Su mano derecha tomó mi mano derecha, como si hubiera sido capaz de leer mi pensamiento (siempre parecía leer mi pensamiento). Pero yo la solté intentando no parecer agresivo...

“No te preocupes por mi... yo ya la he pasado este año. En las vacaciones de navidad... bueno, al menos tuve suerte y me pilló en casa. No me importa estar aquí contigo un rato... bueno, si a ti no te molesta, claro... Se está bien aquí; contigo...”
(Ahora no quiero estar en otro lado, en verdad... aunque no hubiera pasado ya la gripe, no me importaría que me besaras, que me contagiaras... así la pasaríamos juntos, acostados los dos, abrazados, sudando y tosiendo... juntos...).

Hubo un silencio. En estos casos, casi siempre suele haber un silencio (no sé por qué...). Mil años después (aproximadamente), ella apartó su mirada de mis párpados rojos e hinchados, y la dirigió hacia su derecha, en un ángulo de casi noventa grados, para observar el pequeño mueble que tenía junto a mi cama, a modo de mesa de noche. Y la clavó en el portarretratos blanco y azul, donde estaba, desde hacía ya más de un año, la foto de ella sonriéndome, con su falda corta y su camisa del color del mar, con un botón de menos...

“¿La quieres?”
(¿De verdad eres capaz de preferir a esa mala pécora, esa que ahora no está junto a tu cama sosteniendo tu mano, esa que no vale ni la mitad que yo...?).

Hubo un silencio. En estos casos, siempre se debe dejar un silencio prudencial...

“Sí, la quiero”
(Sí, la quiero).

Una lágrima por cada ojo: una por uno de sus ojos y la otra por uno de los míos.

“¿Y cuándo vas a dejar de quererla?”
(¿Y por qué coño no dejas de quererla si yo estoy aquí...?).

“No lo sé. Uno nunca lo sabe...”
(Hasta que se canse de mí, supongo... Y entonces recordaré este momento y no pararé de preguntarme nunca qué coño hubiera pasado...).

Volvió el portarretratos con suavidad y la colocó de cara a la pared mientras se secaba la mejilla. Sólo una.

“Ahora no hace falta que seamos tres. Por lo menos hasta que me vaya, espero que lo entienda...”
(Es mío, zorra... ahora es mío...).

“Me parece bien, Raquel... Lo siento. Quédate un poco más, me gusta que estés aquí...”
(Me cago en toda mi puta vida...).

Creo que volví a dormirme. Creo que se levantó y me dio un beso en la frente, y salió de la habitación, y cerró la puerta con suavidad. Cuando me desperté, la chica de la foto volvía a sonreírme. No sé si se reía de mí o se sentía orgullosa... Ya no tiene mucho sentido, la verdad.