lunes, 9 de agosto de 2010

As my grandpa used to say…

A menudo suelo utilizar la expresión “como decía mi abuelo…”. Y admito que miento piadosamente. No uso las palabras textuales de mi abuelo, simplemente adapto el continente al contenido. Mi abuelo es un hombre, como se suele decir despectivamente, “iletrado”, que aprendió a leer y escribir (sumar y restar por añadidura y necesidad) de forma autodidacta. Como dato complementario además señalaré que es el único que tengo, pues el paterno murió dos años antes de mi nacimiento.

Sin embargo, para mí siempre ha sido un referente y alguien que, sin apenas decirte nada, te lo dice todo. La generosidad de la gente humilde le corona (siempre suele dar más quien menos tiene, terribilísima realidad…), y la sabiduría de un casi octogenario (y que no lleva a gala, jamás) se hace patente cada día de forma más aplastante.

Decía un juez que, conforme se iba haciendo viejo, valoraba más cada año de vida; por eso, imponía condenas cada vez más cortas dentro del límite penal aceptado. Sin dejar de ser un “niñato” aún, a mí me pasa algo similar, y cada día veo más y más claro que voy a perder una parte muy importante de mí mismo cuando el viejete rechoncho falte (aunque aún está fuerte y vital… bendita genética que no me va a dejar sin embargo en herencia).

Pero en fin, no estaba escribiendo este post para encumbrar la figura de Adolfo (“Adolfillo” aún en su pueblo). En realidad me acordé de él porque hace no mucho leía en un blog, supuestamente culto, una reseña sobre un autor español (de mediana edad, creo que la misma que mi padre) y sobre su hija (más pequeña que yo). El blogger, justificando lo trascendental del post sobre la base del apellido del literato, adornaba mucho más el texto que transcribía porque este, al parecer, había sido escrito en el contexto de una charla padre-hija en el transcurso de una labor doméstica que él consideraba “vulgar”. Por cierto, que el texto era un poema de una longitud desmedida, de estructura grotesca y de ritmo y musicalidad nulas.

Lo de siempre: burgués de clase alta e intelectualoide e hija a la que se le presuponen todas las aptitudes (y hasta actitudes) paternas por mera transfusión sanguínea. Papaíto que habla de un tema del que sólo sabe por los telediarios o por las anécdotas en el cafetín tras la comida del domingo; anécdotas sobre las “muchachas” sudamericanas o europeas-del-este que se comparten con algún compañero o compañera de cátedra. Papaíto y niñita charlan un día que han decidido cometer una “locuraza” y, por ejemplo, friegan los platos (o los sacan del lavavajillas, vaya…).

El blogger tiene una erección figurada y da grititos de satisfacción (licencia que me permito, la de imaginármelo)… mirad, imbéciles e incultos lectores: eso es una familia, eso es un padre que ha sabido educar a su hija, mirad todo lo que le transmite y mirad además cómo lo hace, en forma de poema “SU-BLI-ME” que luego publica para que todo el mundo tome ejemplo.
La guinda: la hija (que también escribe, viaja, recita, etc…), un par de semanas después, comenta en el blog, visiblemente “agradecida” al blogger y a su propio progenitor.

Yo no puedo decir nada así de mi abuelo. Ni de mi padre. Y, por cierto, visto lo visto me alegro. Pero sobre todo me alegro de que sus apellidos no tengan que invocar, automáticamente y por decreto, unas capacidades que deben ganarse con esfuerzo, con trabajo y con dedicación.

Por si alguna vez pasara al revés, y los apellidos se retroactivaran, y sobre todo, POR SI NO, yo le pongo palabras a lo que el abuelo me enseña. Y le pongo en su lugar, aunque no haya publicado jamás, aunque no fuera a la escuela y aunque ningún blogger (salvo su propio nieto) tenga a bien dedicarle una reseña.

¿Qué como escribo tan seguro lo que escribo sobre los demás? Porque conozco al padre, a la hija y al blogger. Y estoy ya cansado de esta “pseudo-élite” intelectual y de las letras que parece de carácter hereditario, que sigue una línea sucesoria por cojones (u ovarios).

Ostias, ya... (como decía mi abuelo).