-AQUA-
“… muy, realmente muy difícil de olvidar la expresión de alivio que golpeaba tu cara cuando apareció aquella poza de agua mugrienta. Ya daba igual quién hubiera prendido la llama, quién hubiera provocado el incendio; aquella poza surgida de la nada, aquella piscina natural y descuidada que la mano de algún semidiós bromista había dibujado en plena bajada, sobre la marcha… aquello fue lo único que pudo arrancarte una mueca fuera de lo común (entendiendo el pavor, el horror y la desesperación como comunes).
Yo por mi parte lo supe, supe que era el último acto. Daba por hecho que no habías caído en lo evidente, en lo obvio. Es curioso cómo funciona la mente humana; la que se sale de las unidades de medida “normales”, en condiciones absolutamente anormales, pero el caso es que sólo se me vino a la cabeza el recuerdo aquel capítulo (dramático) de “La Cuadrilla” de Meneses. Creo que tú nunca lo leíste. Y sí, lo supe, supe que alguien entonaba un toque de queda cruel…
Me tomaste de la mano y nos arrojaste al agua sin opción a réplica, pero se me antojó (y me resigné) que a la larga, y aunque nunca pudieras agradecérmelo, a la larga preferirías lo que nos deparaba la física más elemental. Pronto las llamas y una dulce lluvia de pavesas circundaron las orillas del charco (tan profundo…). El crepitar de las ramas, el rugido del fuego (tan vivo…) hubieran sido tan extrañamente hermosos si nadie los proyectara contra aquel minúsculo punto del bosque donde nuestras cabezas húmedas e ingenuas asomaban sobre la superficie…
Lloré, claudicando… pero no lo viste, claro. Claro que no lo viste; nunca lo ves… Una explosión tremenda retumbó hueca y creo que entonces, y sólo entonces, caíste en la cuenta: el calor había obrado en el interior de un tronco viejo y el vapor de agua lo reventó inmisericorde, vengativo, como tomándose cumplida venganza por quién sabe qué afrenta de antaño. Agua. Aquí o allá era el mismo agua, y habría que caer en la cuenta de que el calor terminaría calentando toda el agua; cualquier agua.
Noté tu mano asiendo la mía, profunda. Respiré hondo y contuve la respiración tan fuerte como nunca. Estábamos empezando a cocernos, y el vapor escocía en los ojos que apenas podíamos mantener abiertos. Pronto la temperatura se hizo casi inaguantable; yo apretaba mis dientes tan fuerte como podía y notaba cómo las muelas se partían unas contra otras, resquebrajándose. Burbujas, borbotones y el olor a carne. El dolor llegaba al límite, y eso pronto sería lo de menos, cuando las terminaciones nerviosas se inutilizaran y fueran incapaces de transmitir impulso alguno. Ni tu apretón, que se iba debilitando paulatinamente…
Las cuencas empezaron a secarse y el oído sólo percibía un zumbido continuo y apocalíptico. Apenas tuve tiempo de distinguir la humareda que salía de mis fosas y de mi boca. Sin duda lo más terrorífico fue el estar aún consciente en mitad de aquel infierno anaranjado y sulfuroso. Tus pupilas, grisáceas y vítreas, buscaban aún algo en mitad de ese algo cetrino. Sin saber cómo, pude situar mis labios de cartón junto a los tuyos… y tu último suspiro se quedó encerrado en mi boca, que cerré…
Luego, ese “clic”, como cuando te cuelgan el teléfono, con tantas interrogantes pendientes, tantas cosas no dichas…”