Demora…
Llegó un momento en mi vida en el que lo único que podía hacer era esperar. No, corrijo: lo único que yo creía que podía hacer era esperar. Esperaba, conscientemente, cosas que sabía que nunca iban a llegar. Luego venían otros momentos de otra consciencia distinta, de lucidez, en los que me daba razones objetivas para abandonar ese andén imaginario en el que yo mismo me abandonaba cómodamente a mi suerte; porque era fácil y… sí, era cómodo esperar.
De cuando en cuando pasaba gente con rostros conocidos, con facciones, sonrisas que me resultaban familiares… Y me preguntaban “¿a qué esperas, Púgil?”. Yo les miraba con una mirada que por sí misma contestaba “no lo sé… espero. Sin más…”.
Luego empecé, por puro aburrimiento y hastío, a eliminar cosas de una lista imaginaria de posibles esperas. Fueron muchos borrones y enmiendas, hasta que aprendí a identificar los vagones (siempre de paso, de paso) en los que podría hallar los elementos que habían quedado intactos en esa especie de papel que sólo existía en mi cabeza, y así, conforme iban pasando sin detenerse, yo los miraba fijamente (obviando a los demás) y, en contadas ocasiones, llegaba a hacer un amago de levantarme para correr tras ellos y golpear sus ventanillas. Más contadas y aisladas fueron las pocas veces que llegué a emprender la carrera. Sin resultado satisfactorio, obviamente.
Supongo que fue una tarde. Sí, una tarde, estoy seguro… cuando la humedad del ambiente era más palpable y el hormigón de la estación aún olía a mojado y a herrumbre por la tormenta de hacía rato… Uno de los trenes se detuvo. Justo enfrente. Revisé mi cuaderno mental, pero aquel gusano metálico y casi desvencijado no encontraba su sitio dentro de mis “preferencias”; así que elegí la opción cómoda de mantenerme quieto, al margen y, haciéndome el despistado, pude ver cómo una muchachita descendía de uno de los vagones-litera, asiendo una maletita pequeña de saldo en una de sus manos. Miraba, curiosa y viva, hacia un lado y otro y se apresuraba con paso firme hacia mi banqueta de barniz desgastado. Cuando estuvo a mi altura y yo ya no podía disimular ni un momento más que no me había percatado de su presencia, se decidió a hablarme…
Llegó un momento en mi vida en el que lo único que podía hacer era esperar. No, corrijo: lo único que yo creía que podía hacer era esperar. Esperaba, conscientemente, cosas que sabía que nunca iban a llegar. Luego venían otros momentos de otra consciencia distinta, de lucidez, en los que me daba razones objetivas para abandonar ese andén imaginario en el que yo mismo me abandonaba cómodamente a mi suerte; porque era fácil y… sí, era cómodo esperar.
De cuando en cuando pasaba gente con rostros conocidos, con facciones, sonrisas que me resultaban familiares… Y me preguntaban “¿a qué esperas, Púgil?”. Yo les miraba con una mirada que por sí misma contestaba “no lo sé… espero. Sin más…”.
Luego empecé, por puro aburrimiento y hastío, a eliminar cosas de una lista imaginaria de posibles esperas. Fueron muchos borrones y enmiendas, hasta que aprendí a identificar los vagones (siempre de paso, de paso) en los que podría hallar los elementos que habían quedado intactos en esa especie de papel que sólo existía en mi cabeza, y así, conforme iban pasando sin detenerse, yo los miraba fijamente (obviando a los demás) y, en contadas ocasiones, llegaba a hacer un amago de levantarme para correr tras ellos y golpear sus ventanillas. Más contadas y aisladas fueron las pocas veces que llegué a emprender la carrera. Sin resultado satisfactorio, obviamente.
Supongo que fue una tarde. Sí, una tarde, estoy seguro… cuando la humedad del ambiente era más palpable y el hormigón de la estación aún olía a mojado y a herrumbre por la tormenta de hacía rato… Uno de los trenes se detuvo. Justo enfrente. Revisé mi cuaderno mental, pero aquel gusano metálico y casi desvencijado no encontraba su sitio dentro de mis “preferencias”; así que elegí la opción cómoda de mantenerme quieto, al margen y, haciéndome el despistado, pude ver cómo una muchachita descendía de uno de los vagones-litera, asiendo una maletita pequeña de saldo en una de sus manos. Miraba, curiosa y viva, hacia un lado y otro y se apresuraba con paso firme hacia mi banqueta de barniz desgastado. Cuando estuvo a mi altura y yo ya no podía disimular ni un momento más que no me había percatado de su presencia, se decidió a hablarme…
“Hola, me han dicho que eres el Púgil… ¿a qué o a quién esperas?...”.
“No sé… simplemente espero… Por ahora sólo tengo claro que sé lo que no espero… o eso creo, aunque igual no lo tengo muy claro…”.
“¿Te importa que yo también me siente a esperar contigo, no sé… algo?”.
No volvieron a pasar más trenes. Ni apareció nadie más… Así que nos fuimos a casa.
A seguir esperando. Juntos.
No volvieron a pasar más trenes. Ni apareció nadie más… Así que nos fuimos a casa.
A seguir esperando. Juntos.