martes, 18 de agosto de 2009


10/07/09 (Declaración y mesa con cristal siempre limpio)…

Sentado en el escalón de la entrada, liando un “cigarro de la crisis” con más empeño que habilidad, por la falta de costumbre… Aunque la voy recuperando, conste. La habilidad, digo.
Me quedo mirando mi vieja mesa camilla de madera, esa que aún conservo desde que estudiaba en la Facultad.
Hay, como decía aquel (no me pidan originalidad, no ahora), “momentos que le eligen a uno”, y no al revés.

Mi mesa podría contar miles de historias. Es como cuando mi tío entregó su SEAT 127 para comprar el Peugeot y su colega y él (estúpidos adolescentes nostálgicos para mí en aquel momento, que no entendía nada, para variar) se abrazaban con los lagrimones rodando por las mejillas e hipando y el “Gil” le decía al tito: “socio… si el ‘seilla’ hablara”, sorbiéndose los mocos.

Mi mesa podría contar relatos de tabaco migado y cocaína sobre su cristal; de música y más música (compuesta o improvisada); de cerveza y de vino regurgitado; de cuchillas ensangrentadas y de sangre en general, y de cuchillas que no siempre son de metal y que a veces se transubstancian en palabras igual de cortantes; de sexo rematado con lágrimas de súbito arrepentimiento y de fluidos esparcidos y telas y fundas mil veces enjuagadas; de besos que surgen y de mujeres que se dejan besar aunque luego te maldicen por ello (o se maldicen en silencio y en la más estricta intimidad); de noches de trabajo interminables e interminables horas de ocio forzoso; de visiones, de fantasmas que cohabitan y que pululan por el techo aunque no haya nadie dentro de la casa; de párrafos mil y una veces releídos (reescritos… revividos); de fotografías esparcidas por el suelo buscando un orden que nunca, que jamás existe; de gatos que te miran y te hipnotizan y te dicen, sin decirte, “sé lo que estás pensando…”.

Y también podría contar esa historia… la del artículo de “El País” que Luuk tan sabiamente fotocopió y nos pasó a los demás y que yo leí en voz alta… la del nacimiento, entre carcajadas, de “Edu”, el eterno compañero del descuido y de la prisa, el aliado que la mano atrevida encontró en su camino hacia (más tarde) el lóbulo… la de las bolas amarillas que se dispararon y que ya nunca aparecieron, y las sandalias que durmieron frente a ella mientras esperaban, pacientemente, a que volviéramos a hacernos presentes… la del cigarrillo también liado (pero con más costumbre y, qué duda cabe, mucha más habilidad…).

Hay veces que una noche vale por (casi) todo lo vivido… Sólo esa… sólo esa guardaría ahora…