
De los ojos...
Valerio había nacido con un defecto que desconocía: al igual que las hembras de los mamíferos vienen al mundo con una cantidad limitada de óvulos destinados a la procreación, él había nacido con una cantidad finita y exacta de lágrimas que podría derramar fruto de sus emociones.
El desconocimiento de tan singular característica le llevó, antes de cumplir el primer cuarto de siglo de su existencia, a derrocharlas todas, indiscriminadamente, pero no injustificadamente (al menos, eso hubiera pensado cualquiera, aunque tampoco hubiese constituido un argumento eximente...).
Valerio descubrió parcialmente su tara cuando murió uno de sus tíos más queridos y, en el sepelio, la impotencia por no derramar ni una sola gota a través de sus ojos le llevó a tal estado de excitación que llamó la atención de todos los presentes. Lo achacó al “shock” por lo repentino y lo trágico del suceso (suicidio con ahorcamiento), pero varias semanas después, al despedirse (y él ya intuía que por un largo periodo de tiempo) de una de sus musas predilectas, emprendió un camino de vuelta hacia su casa dominado por una indiferencia tan pavorosa y extraña que terminó por confirmar las sospechas de que algo no funcionaba dentro de sí mismo.
Nunca quiso ponerse en manos de médicos o especialistas, víctima de un escepticismo y un miedo irracional que sí que le era mucho más familiar.
Valerio comenzó entonces a sobre-hidratar su organismo, llevado por la creencia de que sufría un déficit de líquidos en sus órganos y, en concreto, en sus glándulas más importantes. El resultado, unido a las consecuencias positivas del abandono de su hábito de fumar (elucubró una teoría basada en la irritación de sus lacrimales, tras haber sido castigados sistemáticamente por el humo contaminado), sólo le llevó a conseguir unos pulmones y unos riñones dignos de elogio; pero poco más. Valerio seguía sin poder derramar ni una sola lágrima. Incentivó este llanto con la música más deprimente que pudo encontrar, con los fotogramas más tristes que sus pantallas digitales podían proyectar; pero no obtuvo un resultado satisfactorio. Valerio acababa de cumplir sus tres décadas de existencia, y la perspectiva de, al menos, otras tres exentas de lloros, comenzó a crearle secuelas y a minar su ánimo.
Nunca hizo a nadie sabedor de su sequía.
Y una noche, una como otra cualquiera, Valerio desapareció. Para siempre. Todos le buscaron, todos preguntaron por su paradero, pero nadie acertó a encontrarle, ni a recabar noticia alguna sobre él.
Diez años después, un reportero de viajes, alemán, en una pequeña expedición por un archipiélago remoto, en una de sus islas, se hizo eco de la historia de un “extranjero” que, tras haber llegado a la región tiempo atrás, había llamado la atención de los lugareños, en primer lugar por su negativa (no hostil, sin embargo) a entablar relación con ninguno de ellos y, en segundo lugar, porque dedicaba todo su tiempo al cuidado de un rudimentario huerto en el que casi todo lo que se recolectaban eran cebollas. El “forastero” se las había ingeniado para que, jamás, en ninguna época del año, ningún día de la semana, le faltara una saca de cebollas que, a la caída de la tarde y en una pequeña techumbre junto a la playa, pelaba y cortaba y troceaba parsimoniosamente. Cuando él mismo no podía autoabastecerse, encargaba a algunos chiquillos del pueblo cercano que se las compraran; no importaba de donde, no importaba a qué precio. Luego, tras este “ritual” que nunca nadie pudo explicarse, que nunca nadie pudo justificar, volvía a su pequeña casa de madera, junto al camino de interior y mal asfaltado, y pasaba horas y horas leyendo (quién sabe qué) y escribiendo (quién sabe a quién, pero contaban en la modesta oficina de correos que nunca llegó a franquear ningún sobre ni paquete).
El reportero intentó en vano entrevistarse con este hombre (Valerio, quién si no... sus amigos y familiares lo supieron en seguida, tras visionar el programa documental en el que parte de esta crónica se hizo pública); sin éxito.
Pero la mañana de su regreso a Europa, uno de los chiquillos recaderos del “loco del camino” le entregó una nota manuscrita en la cual se podía leer (y ésta información nunca vio la luz):
“Mi aparente locura, mi aparente destierro, mi aparente existencia de ermitaño, no constituyen más que las dolorosas consecuencias de la aceptación de un destino que está en consonancia con un equilibrio universal que me fue revelado: yo, pleno de motivos, colmado de toda la belleza que ante mí se presenta (y que veo, que puedo discernir...), testigo de la cobardía, de las mayores de las injusticias (imposible impasible)... yo, que no puedo ni derramar una sola lágrima por todo ello; yo lloro por vosotros sin ellas cuando pelo mis cebollas; y vosotros sí lloráis mojando vuestra cara, en cualquier parte del mundo, cuando lloráis por mí sin saber ni por qué lo hacéis y sois incapaces de mover tan sólo un músculo para cambiar (o para que no cambie) todo lo que os rodea... Yo he asumido mi papel. Todo está en orden... pero, ¿hasta cuándo?”.
Cuando fueron a buscarle, la casa estaba ya vacía. La tierra del huerto, yerma.
PD: Como no puedo contarte la historia de viva voz, te la escribo...
2 comentarios:
Gracias...
Entre ayer y hoy me di cuenta de que a mí también se me han acabado, o están bloqueadas en los lacrimales y no quieren salir, a pesar de que yo les estoy rogando que lo hagan...
Espero no haber perdido mi desarrollada capacidad de llorar...Lo necesito abrumadoramente
À bientôt..
maravilloso...
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