sábado, 27 de octubre de 2007


Como las de Robert de Niro, y con los cordones blancos...

Joe se llevó las manos a la cabeza, justo detrás de la nuca, como intentando nivelarse a sí mismo, como queriendo evitar el desplome que sobrevendría ya más pronto que tarde. Y cerró la boca, apretando los labios fuertemente, y miró al suelo.

Newman iba a tardar mucho en recuperarse de aquella paliza. De aquellas palizas. De la física, y de la psicológica. De la decepción de verse completamente tumbado en el cuadrilátero, apenas sudoroso, justo en el comienzo del tercer round.

Hubo un silencio espectacular, seguido de un murmullo tan electrificante y tan devastador al mismo tiempo, que Emilio hubo de darse la vuelta, girar sobre sí mismo para terminar de encontrar la certeza de que estaba de pie, vivo, de que estaba en el ring del “Turner Colliseum”, en la esquina de la calle Norte con la 32, y no ante una tormenta tropical, en el ojo de un huracán de nivel 5.

Sonrió. Y ese fue el comienzo del final, aún sin saberlo. Sonrió mientras escupía el protector de la mandíbula, con la cabeza gacha, contemplando el empeine de sus botas, las botas negras con cordones blancos que Lizzy le había regalado, y que decía que le hacían parecer a Robert de Niro en “Toro Salvaje”, cuando su personaje Jake La Motta se enfrentaba a Jimmy Reeves en una de las primeras escenas de la película. Sonrió porque se imaginó, veinte años después, con una tripa semejante a la de Jake La Motta...

Martozzi estaba sentado en la cuarta fila. Pudo ver los dientes de Emilio, pudo verse reflejado a sí mismo en la superficie de los incisivos de Emilio. Y aquello no le gustaba. Aquello le disgustaba. Profundamente. Era el latino el que debía besar la lona en aquel preciso momento. Era el chico de la 21th Street el que podía haber elegido soñar, comenzar a soñar con una casa en las afueras, con un aterrizaje lento, suave y confortable hacia la pista de la retirada acomodada. Y no había querido quedarse dormido... ya no habría sueño, sino una larga y dolorosa pesadilla.

Escupió su puro, ladeó la cabeza y dijo algo al oído de alguien sentado justo a su izquierda. El individuo enjuto y de pelo crespo, traje impecable, abandonó el recinto inmediatamente, haciendo gestos a dos de sus amigos trajeados y de gafas oscuras que aguardaban en el pasillo, entre las butacas.

Emilio sonreía. Sonreía. “... cuatro... cinco...”. Cerró los ojos; una gota de sudor voló desde la frente hasta la lona. “... seis... siete...”. Lizzy iba a ponerse muy contenta...

El brazo en alto. Joe lloraba...

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