De cuando las dioptrías aumentan...
La satisfacción de lo bien hecho, lo bien resuelto. Una paz interior efímera que termina de forma cruenta con el contacto entre la dermis y las urticantes células del desorden global. Quisiera deshacerme de toda la munición que las evocan, a ellas, al enemigo bello, al contrincante dulce; la radio-emisora que lanza los comunicados bélicos y violentos contra mi ejército de neuronas enfermas. Y no lo hago, y me pregunto hasta qué punto necesito la confrontación para proseguir el itinerario.
La perfección aparente del entorno inmediato. Basta un esfuerzo mínimo para contentar a los ojos que sólo quieren ver lo que se puede y lo que se debe ver. Y tan corta se queda toda una vida para provocar las cegueras inoportunas... Todo es mentira, esa es la única verdad. Un “mal de amor” no es sino un síntoma de toda una patología del alma, un testigo demasiado visible de toda una pandemia de amargura que gana terreno, cada noche más, abriéndose camino por los vasos sanguíneos, por las membranas, por los espacios aéreos de un cuerpo que se sostiene por pura inercia. Benditos los “males de amor” a secas, por sí mismos... Triste es no obstante, para quien quiera verla, la evidencia aplastante.
El olor a limpio de la ropa recién tendida. El acorde exacto que copula con la sílaba de voz al compás. La última calada que se topa, al cruzar la esquina, con el último sorbo del veneno oscuro (con dos de azúcar). El pecho proporcionado y sugerente de la actriz idolatrada en el largometraje ansiado a la hora del desconcierto insomne... Bagatelas, a fin de cuentas, cuando se presenta la cita con la balanza.
Hay una realidad. Sólo una; pero mil pupilas con las que verla, con las que leerla...
Ya es tarde... y sigue sin llamar. No va a hacerlo. No va a hacerlo...
La satisfacción de lo bien hecho, lo bien resuelto. Una paz interior efímera que termina de forma cruenta con el contacto entre la dermis y las urticantes células del desorden global. Quisiera deshacerme de toda la munición que las evocan, a ellas, al enemigo bello, al contrincante dulce; la radio-emisora que lanza los comunicados bélicos y violentos contra mi ejército de neuronas enfermas. Y no lo hago, y me pregunto hasta qué punto necesito la confrontación para proseguir el itinerario.
La perfección aparente del entorno inmediato. Basta un esfuerzo mínimo para contentar a los ojos que sólo quieren ver lo que se puede y lo que se debe ver. Y tan corta se queda toda una vida para provocar las cegueras inoportunas... Todo es mentira, esa es la única verdad. Un “mal de amor” no es sino un síntoma de toda una patología del alma, un testigo demasiado visible de toda una pandemia de amargura que gana terreno, cada noche más, abriéndose camino por los vasos sanguíneos, por las membranas, por los espacios aéreos de un cuerpo que se sostiene por pura inercia. Benditos los “males de amor” a secas, por sí mismos... Triste es no obstante, para quien quiera verla, la evidencia aplastante.
El olor a limpio de la ropa recién tendida. El acorde exacto que copula con la sílaba de voz al compás. La última calada que se topa, al cruzar la esquina, con el último sorbo del veneno oscuro (con dos de azúcar). El pecho proporcionado y sugerente de la actriz idolatrada en el largometraje ansiado a la hora del desconcierto insomne... Bagatelas, a fin de cuentas, cuando se presenta la cita con la balanza.
Hay una realidad. Sólo una; pero mil pupilas con las que verla, con las que leerla...
Ya es tarde... y sigue sin llamar. No va a hacerlo. No va a hacerlo...
Foto: Grafitti de "El niño de las pinturas"
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