
A una velocidad excesiva, muy por encima de lo recomendado, dentro de mi armazón sintético e inclinando cada vez más, un poco más, el cuerpo en cada curva, le llamo cabrón e hijodeputa… le grito los mayores improperios hasta que mi voz dice “basta” y mi garganta me avisa de que estará inactiva por varios días. Le insulto sin habérmelo cruzado nunca, sin ni tan siquiera haberle visto la cara. Le pregunto “¿por qué?” sabiendo de sobra que no va a responderme. Y vuelvo a interrogarle, y vuelvo a tener sólo como respuesta el rugido del motor de dos cilindros que supongo que nunca me perdonará el castigo que le inflijo injustificadamente.
Las lágrimas de rabia son malas compañeras para los viajes sobre dos ruedas. De noche, refractan la luz de una forma muy peculiar, y las líneas pintadas sobre el asfalto se tornan caprichosas y enrevesadas.
Pero no. Ésta no es mi noche. No volveré a recibir el abrazo sólido de la calzada. No otra vez. Por ahora.
Arriba no hay nadie. Nadie. Créanme, no hay nadie…
(PD: Foto de Manuel García).
1 comentario:
no hay nadie. seguro.
Publicar un comentario