martes, 23 de marzo de 2010


SMS sin reporte…

Con mi hermano pequeño solía pasar lo que pasa cuando la diferencia de edad se puede considerar “salvable” (apenas unos tres años en este caso en concreto): que con mucha frecuencia yo bajaba un par de peldaños y él a su vez los subía para situarnos continuamente en un punto medio y casi equidistante, haciendo de nuestra evolución y madurez un proceso similar cuando no paralelo. A cuenta del spot publicitario de las hermanas gallega y argentina desempolvo e investigo un poco sobre el mito de los gemelos que, aún separados por miles de kilómetros, son capaces de advertir sensaciones y vivencias comunes. De si llego o no a desmontarlo no daré cuenta en este breve escrito, pero sí recuerdo lo de los mellizos, lo de C y R, tan distintos, tan antagónicos, tan antitéticos el uno respecto del otro, y el cómo, no obstante, se sigue poniendo de manifiesto en estos tiempos que tras su separación lógica éste no ha podido salir a flote sin el brazo y sin la ayuda de aquél…

C, de vida tan disipada y disoluta; el zascandil irredento admirado por unos y deseado por otras tantas, que en pleno banquete y festín de la boda de R se desploma, coadyuvado también por el alcohol, y arranca su pataleta sabedor de que le es extirpado algo, aunque no acierta a ver qué exactamente. Recuerdo el paralelismo claro con mi “mellizo” varios meses menor, con la salvedad (importante) de que yo, involuntariamente y todo hay que decirlo, fui más prudente y recatado que C, y sólo desplegué e hice ostensible mi llantina en privado, con mi madre, la misma mañana de la ceremonia, aún en casa del papá y la mamá curtidos y magníficos actores invitados con unas solas frases.

R, el chico responsable, tímido, puntual hasta la exasperación. Mártir de sí mismo. C y R, R y C, llave y cerradura, clavo y tablón, sal y vinagre. O yo… tan cojo y tan miope.

Eran comprensibles. Las dos.