DESAHOGOS (II)…
Yo tenía previsto que la minuciosidad en el cálculo de cada movimiento terminara poniendo en mis manos la recompensa de un fruto fresco y recién caído del árbol que (suponía) ambos estábamos regando; haciendo crecer. Pero a veces las fuerzas se alían y nos dejan con esa sensación de estupidez tan típica de aquel que se da de bruces contra el cristal de una puerta o un ventanal creyéndolo abierto de par en par…
Ya el trayecto hasta la siguiente parada estuvo teñido de un silencio tan incómodo que me llegó a dar pena que la suela de caucho de mis zapatillas no hubiera sido, cuando menos, de latón o de cobre para animar un poco más la subida de aquella cuesta. Jamás dos personas que paseaban tan juntas estuvieron en hemisferios terrestres tan distintos y alejados. Para aliviar (o intentarlo) la tensión del momento y tratar de cubrir amablemente (craso error) la distancia entre las antípodas, la así del brazo y puse, en más de una ocasión, su cadera junto a la mía (esto viene a ser fácil toda vez que ambos –y no es frecuente- somos, éramos de la misma estatura). Maldita la gracia. Atroz la ocurrencia. “Punto en boca y las manos al bolsillo, truhán”, me repetía a mí mismo cada tres pasos con la mirada (ya sí) al frente hasta llegar a la “ratonera” en la que no sabía que iba a meterme (pero qué lista, pero qué cabrona, pero qué sagaz… qué hija-de-su-madre, por resumir…).
¿Solos? No, amigo. El aquelarre ya estaba preparado mucho tiempo antes de que yo, aquella tarde, confirmara la cita. Aquellas arpías estaban allí ya esperándome, salivando y relamiéndose con la sola visión de mis vísceras (metafóricamente hablando, tampoco nos pongamos tremendos) fuera de mi cuerpo. Vamos, que me iban a cortar un traje a medida. Que aquella noche se celebraba una “exposición”, y lo único que había expuesto era yo. Y me temo que nadie iba a comprarme, a pujar por mí. El lote devuelto a los corrales, al almacén, o a donde quiera que se devuelva lo que no sirve…
Me compongo, me alineo la columna y me quito las gafas para guardarlas en el bolsillo de dentro de la chaqueta, y saco una de esas sonrisas “las-putas-ganas-de-reírme-que-tengo-yo-ahora-pero-no-os-vais-a-salir-con-la-vuestra”, al tiempo que me cubro de “vaselina espiritual” para que todo lo que venga a continuación me resbale bien resbalado y pulso un imaginario botón de “stand-by” en mi córtex.
“Hola, este es el AMIGO (agh!!) del que os hablé (premeditación, nocturnidad y alevosía, malvada…), el-que-escribe (ya lo tuviste que soltar, lista más que lista…) y que antes trabajaba de **** (esto me lo reservo)”.
“Hooooooooooooola (¿pero no ves que se te va a partir la mandíbula y se te van a saltar los empastes de forzar la sonrisa, tía penca?), yo soy X (muacks, muacks… por dios, con menos “parfum” también se sobrevive…), y ésta es Y (smuacs, smuacs… hala, ni quince cervezas quitan ya este regusto a base de maquillaje… perfecto)”.
Miro de reojo a mi “AMIGA” (¿por qué no se me informó detalladamente?) y veo una media sonrisa que contrasta estrepitosamente con su rictus de los cinco minutos anteriores. Menos tensa, relativamente relajada y con un brillo insospechado en los ojos, me pregunta atentamente si voy a querer “lo mismo de siempre” mientras apoya una de sus manos en mi antebrazo y con la otra me enciende el cigarrillo que acabo de ponerme en la boca. Como para disimular mi asombro-espanto (odio lo que no entiendo, creo que ya lo escribí en otra ocasión) contesto que “sí”, pero que yo mismo iré a pedirlo. “Ni mucho menos, a la primera invito yo…” y la mano pasa al hombro para frustrar mi tentativa de evasión temporal y volver a colocarme el culo en el (incomodísimo) taburete de madera. El “flipómetro” a punto de estallar me hace dar una calada escandalosamente profunda y mi pulmón izquierdo me lanza una “opa” hostil…
Así que solo ante el peligro. Está bien, soldado, en peores te has visto…
(Casi siempre vienen sin avisar: un “flash-back” de la última vez que nos cruzamos y que no hicimos ni por saludarnos, porque ambos estábamos tan paralizados que eso, sin duda, había sido lo mejor… Cuan enorme tuvo que ser la herida que le hice, cuan abierta tiene que estar todavía para que sólo consiga, con mi sola presencia, hacerla supurar cada vez que estoy cerca. Yo supongo que la sigo queriendo, y también supongo que ella ahora sólo quiere olvidarse de aquello; que me quiere muerto, y lo entiendo… Siempre sin avisar: la última vez fue en una reunión de trabajo. Sin venir a cuento. Mientras intentaba escuchar cómo mi compañero exponía su idea, le asentía y las dos lágrimas más gigantescas del mundo desembocaban en mi barbilla. Luego me dolieron durante dos días los dientes, por aguantar… Pero, inexplicablemente, no me descompuse, no dejé de prestar atención. Tan sólo pasó. Todos se callaron durante apenas unos segundos… porque sabían de sobra lo que ocurría. Y yo tenía que aprender a aguantar… de eso, de algo parecido, va el poema de otro post anterior, por cierto…).
… y aunque lo de la neurona nostálgica no ayude en nada, ahora sabes que te toca soportar el tiroteo de preguntas de método (¿realmente hace falta que las liste a continuación, querido lector?), esas que sólo pretenden corroborar si la versión anterior de ella casa con la mía. Tranquilas chicas, no os voy a defraudar.
(Siempre se va sin avisar… de repente, ya no está; sólo el olor de los rescoldos y una plácida sensación –falsa, aunque no efímera-, un calor agradable… Es cuando viene la ofensiva muda, la radiografía y las ganas de reír, por dentro…).
Mi adorada-maldita (dulce traidora) ha vuelto con el botellín. Ya noto la alcayata en las cervicales, ya soy ese elemento decorativo colgado en la pared, a la vista… ¿recuerdan esos cuadros en los que al retratado se le movían los ojos, espiando a los ocupantes del salón?
Continuará…