martes, 31 de marzo de 2009


No puede ser. No es posible que haya visto tu segundo apellido escrito en la pantalla y que me haya sorprendido porque no lo recordaba. No lo recordaba ya. ¿Cuanto tiempo ha pasado? Ni la mitad de todo el que estuvimos juntos. Y no lo recordaba. Y me he sentido tan sucio, tan inmundo, tan asqueroso y tan hijodeputa... Y han venido a visitarme todas (todas) las imágenes que yo pensaba que estaban muertas, bien muertas y enterradas. Pero no. Eran esporas. Esporas, esporas, esporas, esporas, esporas...


Supe una vez, leyendo "Werther", de Goethe, que existía una raza de caballos tan impetuosos y tan impulsivos que, cuando sentían la rabia por todo su cuerpo, se mordían instintivamente una vena determinada para así poder respirar mejor y aliviar su ansia... y yo lloro (y no, no me importa admitirlo, ni escribirlo, ni decírmelo) porque me busco por las muñecas y sólo veo ya cicatrices curtidas y restos de piel nueva agolpada y deforme; indisimulable...


Y este sentimiento de culpa. Y esta desazón inhumana. Y este levantarse sin motivo y aletear sin rumbo. Y estos puños que ya no tienen fuerza ni para apretarse. Y este "no quiero que me digáis nada ya dicho y con espinas y veneno, malnacidos, que yo cargo con ella, con su segundo apellido y con todo lo que la ramifica...".


Yo maté. Yo muero... es lo justo, es "lo propio" y es cruel estar pagando, de por vida, una deuda que nunca supe que contraje.


No me des pañuelos, hermano... todas son pocas.