lunes, 8 de diciembre de 2008


Es por eso… (con auto-crítica simultánea).

Es… no sé. Supongo que es por tu manera de quedarte tan quieta, tan impertérrita en mitad de todos los naufragios. Todo alrededor se va desmoronando. Otros pierden la calma y los estribos aún cuando saben que pronto vendrá algún guardacostas a rescatarnos, que no pueden dejar que nos hundamos. Algunos afilan sus uñas, por el contrario, y arañan hacia arriba, y gruñen y atacan defendiendo un lugar que creen poseer. Pero tú te quedas tan insultantemente quieta, tan sobria y tan, por qué no decirlo, “elegante”, dejando que las mareas te peinen o que el aire te bese (dios, qué poco original ha resultado esto último… tendré que romper otra lanza y quemar otra nave de pudor ajeno… a ver…), que la hierba se te pudra bajo los zapatos mientras agoniza esperando que te levantes y grites… (no estoy en forma, desde luego).

Sólo de cuando en cuando prendes otro cigarrillo y te acomodas y ya, raramente, explicas algo, como en clave, para arrepentirte al segundo, porque de sobra sabes que contigo las suelo cazar al vuelo. Yo te admiro por ello, y estoy seguro de que nadie lo entendería (nadie lo entiende, de hecho). Se devanan los sesos intentando adivinar quien eres, y por eso leen algunas veces con la avidez propia del melindroso, e intentan unir con flechas, e interpretar colores en las letras más grandes. Antes lanzaban dardos de acero en las otras ventanas; hasta que instalé las rejas, porque daba igual que yo las mantuviera abiertas si tú, de todos modos, tampoco querías asomarte porque estabas más cómoda (y no te lo reprocho) aplastando tu cigarrillo contra el cenicero mientras observabas de reojo el reloj y calculabas tu próximo movimiento.
Sólo de vez en cuando se te podía intuir (cuando entornabas los ojos –un poco como yo en cierto modo lo hago-) que estabas viajando a saber por qué galaxias y rememorando vete a saber qué romances frustrados o qué frustraciones románticas (este recurso literario debería darme vergüenza usarlo a estas alturas…).

Cuando otra “loca”, compañera adorable de mi particular e imaginaria terapia de grupo, te conoció en una instantánea, te bautizó “la bella” (hola, pececillo-noventa, sé que me estarás leyendo, que tú si te habrás “asomado”…). Siempre les conquistas aún sin conocerte…
Es por eso, supongo, por tu “felinidad” tan exasperante. Supongo que también. Por tu particularísima forma de alejarte a siglos de distancia o a miles de kilómetros de tiempo (y dale con la gilipollez manida… ni prosa ni verso, tío mediocre, asúmelo…) cada vez que hacemos un trayecto tan corto.

O definitivamente es porque a ti no te importa que me repita, que me fustigue en los paréntesis, que te monopolice veladamente en una bitácora (y nunca te metes por medio ni intentas reconducirla), o que te diga que, aunque no haga nada por esperar algo a cambio, eso no significa que, algún día, no lo espere. Ni que te diga (sin decírtelo) que debe haber algo por lo que, cada noche, te escriba y mire tu foto trucada en sepia como si me fueran las letras en ello.

Es por eso, sí, supongo…
(Y, al final, no he dicho nada… menudo mameluzo que estás hecho, gilipollas…).