viernes, 12 de septiembre de 2008


Estimada mía (5):

Ya no sé ni qué es de ti, ni a quien preguntarle… Tú no me vas a dejar hacerlo, y prefiero salvaguardar la poca dignidad que me quede, y no recurrir al dial del aparato. Ya no sé ni si visitas esta “casa” con la relativa frecuencia de antes (supongo que no; hace poco lanzaba una pregunta abierta, y no ha habido respuesta). De todos modos, te alegrará saber que escribo esto: y es que, no en vano, ya deberías haber notado que en las “Estimada mía” subyace un poco de despedida (y de pasar página en determinados aspectos. Quedarán, pues, al menos dos más que escribir...).

Las veces que pude visitarte, me alegré profundamente de que la lluvia, en la mayoría de ellas, fuera compañera de viaje y de estancia. En tu tierra, además, la lluvia tenía algo distinto, algo de “bravura”, algo de fuerza, de “choque” que yo jamás había sentido. Los nubarrones se convulsionaban y era como si tuvieran un orgasmo mágico los unos con los otros; de su caricia, de su fricción, nacía una simiente que pronto moría en tierra, proyectada con una fuerza variable y, por decirlo de alguna forma, “pasional”.

Aquel mediodía en que llegamos y estábamos solos en casa… comimos con cierta urgencia (para yacer cuanto antes, mordiéndonos sin dientes, sólo con los labios, aún con la ropa puesta, en la breve siesta que nos concedía la tarde, antes de la llegada de los demás). Y luego, en el salón, la tormenta precipitándose afuera, en las baldosas del patio, en forma primero de goterones y luego de granizo.

Tú y yo frente a la ventana. Rodeándote con los brazos y apoyando mi nariz en tu sien, besándote en el cuello, comencé a sentir que ya estaba preparado para el viaje. No se oía nada, nada lo perturbaba. Nada salvo la sinfonía del chubasco y la acuosa melodía de las salivas en los pliegues. Eras tan pequeña… y tan grande. Fragancia de flores y tacto de talco… insultantemente poética…

Ya sólo por eso, aún después de las mil y dos mil lecturas y relecturas de nuestro legado de tinta (literal y figurada). Ya sólo por eso valió la pena desembarcar en este “mar de lágrimas” (como algunos gustan de calificarlo) al menos una vez.

Ahora, en mi propio valle, este al que tanto amo, el calor y la humedad paren aparatos magnéticos y orgiásticas precipitaciones intermitentes (bien sabes que, también, destructivas). Y mi mente construye, como la disidente impía que nunca dejará de ser, los versos que jamás van a ser escritos; ni recordados; ni leídos.

Las noches de septiembre se llenan de improvisadas sesiones de música meteorológica. Las noches fecundan días ilusorios que viven durante furtivos segundos… y el cielo se llena de remiendos, de costuras eléctricas que, a veces, tocan el sustrato y, otras veces, mueren engullidas por ridículos espantapájaros metálicos que habitan en las azoteas…

Es en esas madrugadas cuando, solo, abro de par en par la puerta de mi casa y prendo un cigarrillo, deleitándome con el espectáculo desde el lugar privilegiado que ocupo en la platea. Una sonrisa camuflada surca mi rostro.

En una de esas sesiones, cerré los ojos y, a través de mis párpados, se filtró la luz… pero ya no desapareció. Sorprendido y temeroso, volví a abrirlos. Y tú estabas frente a mí. Tu silueta se dibujaba, inconfundible, junto al marco de madera.

“¿Por qué dejas tu casa abierta en una noche como esta, Lluis?”
“Porque te estaba esperando, chula…”

Luego Nilda saltó sobre mi regazo, devolviéndome estrepitosamente a una realidad en la que lo único cierto era que, en cuestión de poco tiempo, dejaría de llover. Y todo se calmaría; salvo mi alma, que me pide a gritos un baño de vida. A la intemperie…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bello luis, quizas es que aun llueve en tu alma....

Anónimo dijo...

Fins hi tot la brossa amb tu sembla una meravella... Mai t'he donat les gràcies.

Hasta siempre.
Bel.