domingo, 8 de febrero de 2009


BORRASCA DE SALDO. ANTICICLÓN DE LUJO. PRINCIPIO.

La sensación de miedo e incertidumbre al estrenar un paraguas barato recién comprado. No, probablemente no conozca nada más escalofriante ni más patético al mismo tiempo. “¿Cuánto durará éste?”.

Lo abrimos con delicadeza al principio, y hasta puede que lleguemos a conservar durante un tiempo prudencial esa pequeña fundita de lona que, irremisiblemente, se terminará perdiendo en algún cajón (de esos que en todas las casas del mundo llaman “leoneras”), o en el bolsillo de uno de esos abrigos o chaquetas que sólo viven durante algunas semanas del año. Las funditas más afortunadas son arrojadas a un cubo de basura de forma voluntaria y premeditada (suertudas ellas, que son despojadas fulminantemente de una esperanza de vida ilusoria…).
“Bien, al menos es capaz de mantenerse en su sitio, el “clic” del resorte es correcto y no parece que ninguna de las varillas esté doblada ya de fábrica… tal vez no me haya equivocado después de todo en el chino…”. Satisfacción plena. Orgullo de propietario. Una honda satisfacción –hasta altanería estúpida- por la calle: “hey, miradme, tengo un paraguas nuevo… puede que no sea el más bonito, puede que no sea el de mayor calidad, pero mirad a ese estúpido del otro lado de la calle que se está mojando y encoge los hombros mientras busca la protección de los balcones… se está poniendo perdido… pobre pardillo. Yo ya no soy uno de “esos”…”.

Antes de terminar de barruntar ese pensamiento, y cuando la sonrisita malévola comienza a dibujarse en los labios (qué poco dura la felicidad en casa del pobre, decían los viejos de mi barrio), ya llegan las primeras ráfagas de viento (leves brisas invernales más bien, pero, ¡cómo tendemos a “apocaliptizar” los pobres infelices a los que no nos sobra de nada!). Inclinación por acá, y luego por allá, como los testarudos que se suben a las azoteas para orientar las antenas y, al final, terminan sintonizando el canal que buscaban… “¡todo a estribor, timonel!, ¡virad, virad, la galerna amenaza con destrozar el navío! ¡avante toda hacia aquella esquina de la plaza donde parece que podremos salvar al trozo de tela y de alambre barato!”. El objetivo es preservar nuestra adquisición a toda costa, y ya nada será más urgente. Y cuando digo “nada”, me refiero a NADA. Qué ridículo. Qué patético, a fin de cuentas (aunque esto ya se dijo en el primer párrafo).

La sensación de miedo y de incertidumbre al pasear con ella del brazo, al sentarte a su lado (mirándola de soslayo creyendo que no se da cuenta) y haciendo casuales y accidentales los roces de las encontradizas manos, de los encontradizos besos en la mejilla, de las encontradizas caricias apartando el pelo. Miedo, sí. Incertidumbre. ¿Será ella de veras? ¿Llegaré a hacerle ver, a poder hacerle ver que la quiero antes de que una ráfaga de viento (que no leve brisa) se la lleve volando de mi lado o le doble las “varillas”?
Porque a ella no la venden… ni en el bazar de la esquina, ni en la más lujosa de las tiendas de complementos. Alguien te hizo el regalo de ponerla en tu vida (casi siempre en días de lluvia… porque llovía allí en aquel noviembre, y todos podrían comprobarlo), y tú no has sabido encontrar otro símil más que este tan estúpido. El del paraguas marrón claro de tres euros que todavía sobrevive en la guantera del coche.
Hay veces que no se da para más…