No es poco…
La tía Patro no paraba de repetirnos que beber agua del grifo acabaría hundiéndonos los pies en la tierra porque, por muy firme que ésta fuera, jamás podría compararse con la dureza del líquido que, y como no, siempre según ella, nos vendían a precio de oro después de un tratamiento que la tita calificaba de “digno de chatarrería ingenieril”…
Pero que las aguas fueran “duras” no era lo que más nos preocupaba en unos tiempos que no por poder calificarse de “duros” dejaban de ser inquietantes.
La tía vivía sola, y ese era un camino que ella misma, supuestamente, había elegido libremente. Tenía una fe ciega en mí, y proyectaba sobre mi persona (y sobre mi nuca) todo el dudoso conocimiento que sus años de dudas, miedos y desconocimiento puros le habían ayudado a acumular. Cada vez que volvía al refugio de mi habitación compartida con mi hermano, tras la visita semanal obligada que mi madre me imponía a casa de su hermana (“pobre… está tan sola… y tú sabes lo mucho que te quiere y el bien que le hace que te acuerdes de ella…”) la “sabiduría” de la tía convertía mi cuello en acero templado, y la tensión y el desconcierto me obligaban a mantener los párpados en posición de alerta hasta bien entrada la madrugada, cuando ya el primogénito respiraba hondo en la cama de la derecha, tranquilo, feliz, simple y sosegado, probablemente soñando con muchachas de esas que a uno le hacen la vida tan grata; tan reconfortante…
Pero mi cabeza estaba comprometida con los inútiles consejos y las inútilmente útiles charlas de la tía Patro, la tía que siempre tenía miedo pero que se amparaba en su firme decisión de tenerle miedo a la vida, que se escudaba en su pretendida congruencia y su consecuencia futil para justificar una existencia encadenada a la higiene compulsiva, al dogmatismo sentimental y a los ensayos y libretos de autoayuda y crecimiento personal; a los discos que detenían el tiempo y mancillaban la aguja de la máquina ya antigua pero en tan buen estado.
Aquel sábado de otoño yo estaba especialmente enfadado antes de la visita a la casa del jardín con patio más limpio de toda la urbanización (ese que, efectivamente, era barrido y rastrillado hasta tres veces por día por la solterona de mediana edad más peculiar de esta constelación). Mi madre parecía no querer entender que yo me hacía mayor, y que mi camino empezaba a bifurcarse. Algunos compañeros de clase habían quedado en la parte trasera del Instituto para hacer planes de cara al domingo y fumar unos pitillos de un paquete de rubios que uno de los más avispados había conseguido birlar a su padre. Pero yo no podía faltar a la cita con mi pariente. Yo me había convertido en su acontecimiento social del fin de semana. Además, justo la semana anterior, Patro insistió en regalarme en la próxima visita uno de esos aburridos libros de un tal Bucay que, según ella “me abrirían los ojos, como ya hizo con ella” (la sola idea ya me daba repelús…). Llamé y esperé resignado, animándome mentalmente… Quizás, después de todo, todavía podría llegar a tiempo antes de que los demás ya se hubieran largado… La tía no abría. Volví a llamar al timbre y también con el puño en la puerta. Pero nadie la abriría… Intenté mirar por un hueco de la ventana. No podía ser que la tía se hubiera quedado dormida, no acostumbraba a hacer siesta, mucho menos si esperaba a alguien… ¿Habría salido? No… ¿con quién? Jamás le conocí ninguna amiga, sólo de oídas. Compañeras de trabajo y, esporádicamente, conocidas en algún taller, seminario o curso ocupacional (jamás un nombre masculino).
Me alegré… Admito que, en el fondo, me alegré. La tía no estaba, y yo quedaba amnistiado. Rápidamente, me dirigí a un teléfono público y avisé a mi madre de la ausencia de su hermana. Yo mentí sobre mi futuro paradero durante el resto de la tarde, claro, pero estaría en casa puntual a la hora de la cena y antes de que mi padre volviera del trabajo, por supuesto.
Seis años después, en otra tarde de sábado en la que mi madre me pidió que la llevara con el coche a hacer unas compras urgentes, y cuando ya me disponía a dejarla en casa para encontrarme con Águeda en el bar de Quini, tuve que subir aún un momento y sentarme, visiblemente molesto por el retraso que acumulaba, en el salón. Mamá volvió de su habitación con un sobre viejo (por su aspecto) en la mano. Reconocí la letra de la persona que había escrito mi nombre en una esquina del mismo. Era la letra de la tía Patro…
“Cuando encontramos su cuerpo aquella noche, estaba encima de la mesilla del salón… Nadie lo ha abierto. Tu padre y yo creemos que ya ha pasado suficiente tiempo y que eres lo bastante mayor como para que te lo quedes y hagas con él lo que creas conveniente, hijo…”.
Águeda fue la que, aquella noche dentro del coche y probablemente maldiciéndome en silencio por lo que le estaba pidiendo, despegó la solapa y sacó la cuartilla doblada.
“Léelo, por favor…”.
“¿Estás seguro?”.
“No… pero ya no podemos hacer otra cosa…”.
“Me equivocaba, sobrino. Me equivoqué. No seas tú un cobarde, como yo… VIVE”
“Eso es todo, no hay nada más…”.
“Y no es poco, Águeda… no es poco”.