Un paseo desconcertante...
La astenia. La desidia. El verano húmedo y lapidario de aquel maldito Estado. El pintalabios de Lizy a la vista. Siempre. Hacía ya más de dos meses que el bueno de Joe criaba malvas y que Emilio se autodestruía injustificadamente dentro de su apartamento de la 21th Street, ese del que nunca quiso mudarse por si... por si nada, a fin de cuentas.
Más de dos años y medio viviendo en un estado de “espora”... –recapitulaba- para volver a salir al mundo, a hacer las paces con todo lo que me rodea, para ver y abrazar a un amigo, a un hermano que muere esa misma tarde casi en mis brazos; para resucitar, innecesariamente, todo lo que me llevó casi a matarme... ¿Qué más quedaba ya por perdonar, Dios mío?¿Qué quería decir Joe con eso de que ya no podía permanecer más en silencio?¿Por qué Lizy escribió aquello de “lo necesario de sus actos”?
Acababa de ponerse el sol y refrescaba. No era la brisa marina del Mediterráneo, aquella que su memoria olfativa se empeñaba en recordarle periódicamente. Pero aliviaba los rigores del estío.
Emilio se dio una ducha inútil (secándose con la toalla ya brotaban, instantáneamente, nuevas gotas de sudor desde su frente), tomó el pintalabios de Lizy y lo metió en un bolsillo de su pantalón, tras vestirse, y salió a la calle con el firme propósito de tomar un helado y pasar un par de horas paseando por la ciudad. Cuando encontró una papelera, arrojó dentro de ella el cosmético, con determinación.
Su físico de púgil fuera de los rings era simplemente imponente. Aunque poco después de la desaparición de Elizabeth, Emilio desapareciera a su vez de la competición para siempre (tenía por entonces ya unos 32 años, pero mucho boxeo aún en sus guantes), nunca dejó de cuidar su cuerpo; a solas, enclaustrado, como una vía de escape, como una forma de canalizar su ira, su rabia y su impotencia. Así durante más de una década... Caminando por el puente del “First Century”, el Sansón latino despertaba admiración a su paso.
Había vuelto a fumar no hacía mucho, pero su adicción no era excesiva, y estaba ligada al consumo de alcohol, del que hizo uso durante demasiado tiempo... Tanto que, casi tres años atrás, colmó la paciencia de Joe, su fiel Joe, del que se alejó paulatinamente para, en el fondo, no suponerle una carga. Ahora había decidido parar, estaba cansado... Lo de la otra noche, la del sueño, fue una excepción; algo que no se repetiría ya nunca más... Y la vida le volvía a dar otro golpe justo ahora; un uppercut en toda regla, directo al mentón... pero no, no buscaría el refugio de la botella, de la barra, del narcótico barato. Ya nunca más...
Había subsistido durante todo ese tiempo gracias a lo que ahorraron Lizy y él en los buenos años. Ahora agradecía en secreto la prudencia de ella, su instinto de conservación, sus “bajadas a tierra firme” cuando sobraba pero ella advertía de que podría llegar el tiempo en que faltara... Pero eso no duró demasiado, así que Emilio buscaba salario en cualquier lugar, siempre esporádicamente y a tiempo parcial (fines de semana especialmente ajetreados en el Mercado, contratos temporales en el Servicio de Limpieza del Ayuntamiento...). Cuando alguien le reconocía, no podía dar crédito: Emilio López, el “Tornado Ibérico”, postergado a los efluvios de pescado y fruta madura, a las excrecencias de los contenedores de materia orgánica, al reparto publicitario o a la esclavitud del volante de camiones de carga de muebles de mudanza...
Sí, por supuesto que mil y una veces intentaron convencerle para que volviera al cuadrilátero, bien en combates de exhibición, bien como asesor o entrenador de futuras glorias... Incluso tuvo una oferta tentadora por parte de un agente de Wrestling... No fueron pocos los intentos de hacerle publicar un libro con sus memorias para poder vivir de sus rentas o de los “tours” promocionales. Joe, por activa y pasiva, le rogó que trabajaran juntos en su GYM, incluso le ofreció una jugosa participación en el negocio... Pero Emilio no quería involucrarse en nada que tuviera que ver con el boxeo. Necesitaba poco para vivir (y así lo demostró), y nunca le faltó un plato de comida casera en casa de la tía de Joe, junto a su amigo, ni en el Dinner de Margareth, la dulce Margareth, lo más parecido a una abuela que Joe tuvo en los USA y que se hacía cargo de aquel local situado justo bajo su apartamento, en la calle 21, desde hacía ya décadas. Cuantas noches él, Lizy y la buena de Margareth habían tomado un último coffee a puerta cerrada, entre carcajadas y anécdotas de la infancia de Emilio que las dos, casi a coro, le rogaban que contara. Cuantas noches, tras la despedida y el cierre, y el cartel de “Closed”, Lizy y él habían subido las escaleras abrazados, besándose, hasta llegar a la cama y dormir entrelazados...
¿Volver a España? No... No podía, por si... por si nada, a fin de cuentas... Aunque bien era cierto que aquella noche, mientras se dirigía hacia la Bakery del 27 del MidEast Corner, para tomar un cucurucho de helado de café, reconsideró dicha opción.
Sólo cuando estuvo casi en el umbral de la puerta de la tienda de confites, cayó en la cuenta de que la buhardilla de Joe se situaba a pocos metros calle arriba. La buhardilla en la que compartió aquellos primeros años con el gigantón del barrio de Greeblech. Entonces no supo por qué había escogido inconscientemente aquel establecimiento, aquel lugar, y se quedó inmóvil en la acera, llamando la atención de una pareja que estaba sentada en un banco, justo enfrente. Se bloqueó, incapaz de articular palabra o movimiento, tratando de calmar el torbellino que crecía en su estómago y que amenazaba con subir hasta su cerebro.
¿Se encuentra bien?- preguntó la chica, guardando una prudencial distancia...
Sí, sí, tranquila... -respondió Emilio que, efectivamente, había recobrado la compostura y había conseguido ahogar la pena que se precipitaba hacia los ojos desde el momento, justo hacía unos segundos, en que dirigió la mirada hacia el número 36- No es nada, sólo un mareo, supongo que por el calor- mintió, con una sonrisa forzada.
Giró sobre sí mismo y avanzó hasta entrar por completo en el establecimiento, cuando una pequeña y enjuta figura se tropezó con él, clavando la cabeza llena de pelo grasiento y mal peinado en su pecho.
Oh, lo siento mucho, perdone...-se disculpó Emilio cuando cayó en la cuenta de que aquel individuo no era otro sino Juanito, el “mozo” de Joe en el GYM de South Avenue.
Vaya, Juanito, el mundo es un pañuelo- espetó, tomando al puertorriqueño de los hombros con fuerza, en señal de afecto.
No, señor Emilio, usté se confunde... Por favor se lo pido, déjeme marchar, ya déjeme marchar, yo no sé más que lo que le contó el pobre señor Joe aquella tarde... ya nunca volvió a apareser por el GYM, se lo juro, señor Emilio...
Y Juanito, con la tez pálida y presa de los nervios, corrió tanto como pudo, huyendo de un perseguidor que nunca pensó en perseguirle, y que volvió a quedarse clavado en el suelo, más confundido de lo que nunca pudo haber estado en toda su vida...