
Llevo una bala de rifle colgada al cuello, con una cadena de plata, desde hace varios años.
Yo suelo tener una explicación para casi todo (mis tatuajes, mis aros en las orejas, las pintadas con las que a veces decoro los techos o el mobiliario de mi casa...). Nunca hay nada al azar. Es así, hasta tal punto, que mucha gente que conozco ya teme preguntarme ciertas cosas por temor anticipado a la “brasa” con la que voy a castigarles, al estilo de “me encanta que me hagas esa pregunta; verás...”. Siempre una anécdota que da origen, siempre una retorcida doble o triple visión del asunto. A veces me doy hasta asco.
Pero no sé por qué llevo esa bala colgada al cuello.
Y es extraño... esta misma noche, cepillándome los dientes en el espejo del baño, me he percatado por primera vez de que no existe tal explicación. Obviamente (obvio para los pocos que me conocen) he intentado encontrarla mientras las cerdas del cepillo danzaban de arriba abajo por mis incisivos y caninos. Supongo que, si no tuvo un motivo el colgarla, ahora no tenía sentido inventarlo. Así que abandoné rápidamente mi tarea mental y me dispuse a vestirme para acudir a una cita con unos amigos.
Y el caso es que el tema no me ha dejado en paz en toda la noche... ¿Qué significa esa bala? Bueno, a veces nos decoramos sin más con abalorios de lo más variopinto sólo porque nos gusta su forma o su color. Pero terminamos abandonándolos con el tiempo o sustituyéndolos por otros con relativa frecuencia. Sin embargo, yo no puedo dejar de tener esa bala colgada de mi cuello, con su cadena de plata. Cuando me ingresaron en el hospital y hube de quitármela, se la entregué a mi madre con cierta preocupación, y le repetí mil y una veces que tuviera cuidado con ella, que la guardara en un sitio seguro hasta que yo volviera a casa; que no fuera a perderla, que no se olvidara de dónde la dejaba y, por supuesto, que dicha ubicación no estuviera a la vista o al alcance de cualquiera... (Imagínense la cara que puso la pobre mujer... parecía que le estaba entregando la llave de una caja de caudales con todos mis ahorros y las escrituras de mi casa...).
En cierta ocasión, me la clavé y me hice bastante daño en el pecho. Pero nunca pensé en deshacerme de ella. Es más, desde entonces, creo que le tengo más apego. No tengo armas, no me gusta la caza, no soy belicista. Sólo he disparado algún rifle o alguna escopeta en alguna ocasión y siempre con un fin deportivo...
Pero me encanta mi bala. En el fondo, muy en el fondo, creo que me recuerda lo frágil de nuestra existencia. Un simple objeto metálico, disparado con un mecanismo adecuado, a una velocidad certera y dirigido hacia un blanco concreto; un simple trozo de metal que, en cuestión de segundos, podría acabar con la vida de un ser vivo. Una espada de Damocles que siempre debemos tener presente, porque bien podría ser una bala como cualquier otra cosa, inyectándonos telepáticamente en el hipotálamo la sensación de que el reloj del que habla Jovekovic no precisa de un mecanismo de cuerda para imponer su castigo; o que la imperfección del azar que plantea Furu no acaba sino de empezar a hacernos a todos la puñeta.
Aquella chica, sin embargo, me proporcionó una imagen mucho más poética y seductora, en aquel lugar donde conseguimos quedarnos solos durante unos minutos... “Así que tú eres la bala... ahora sólo te falta encontrar al cañón desde el que fue disparada... o el arma, si lo prefieres en femenino... Quién sabe, hasta podría haber sido yo...”. En eso me inspiré cuando escribí aquel post de diciembre...
Cuánto la añoro...
(PD: Es casi como la primera por la izquierda).
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