Café salado…
Me había acostumbrado ya tanto a tu “buenas noches” acompañado de tu gesto de quitarme el pelo que me cubría la oreja, desde tu lado izquierdo de la cama, ese que yo solía invadir sin permiso de cuando en cuando, que ahora resulta casi imposible dormir hasta que llega el agotamiento y entonces ya no es cuestión de mérito, sino de pura economía del tiempo…
El cuarto de baño tampoco huele igual. Te dejaste un frasco de perfume por la mitad antes de largarte de aquella manera tan inmisericorde. De cuando en cuando, pulverizo un par de veces el contenido, y me sorprendo sentado en la taza del inodoro llorando y moqueando como un niño de teta, hasta que se pasa la “nube” y la “tormenta” cesa, acordándome de todas las veces que te esperaba en esa misma pose, sin que lo supieras, cuando te duchabas después de llegar del trabajo. Invariablemente te asustabas al abrir la mampara, pero luego soltabas tu carcajada y te hacías la pudorosa y la sorprendida, tapándote el pecho y cruzando las piernas, y me dejabas que te cubriera con la toalla y te secara mientras te besaba la frente. Algunas veces volvíamos dentro, ¿lo recuerdas?, y tú te hacías la enfadada porque “te lo podía haber avisado antes y nos habríamos duchado juntos, que vaya gasto estúpido de agua y que si la piel se te iba a poner como un garbanzo, etc, etc…”.
No me preocupa ya que me sorprendan en estos pequeños homenajes que te rindo, porque ya son pocos los que vienen a casa. Tú la llenabas, y todos nuestros amigos acudían en masa, apuesto que sólo para ver cómo tu media sonrisa perenne dejaba que tus labios mostraran tus dientes blancos, purísimos. Eso, y el café, que jamás he logrado que sepa igual cuando soy yo el que carga la cafetera, el que deja el fuego a la misma intensidad, el que lo deja reposar el mismo tiempo… pero es inútil. También los granos, antes de molerlos, estaban enamorados de ti; y a mí me odian y me repudian. Estoy seguro.
Te siguen llegando las cartas, bastantes, a esta dirección. Queda tranquila, no las abro y te las guardo todas en la caja de las zapatillas aquellas que fuimos juntos a comprar antes de la última “escapada” que planeamos con el mapa de carreteras enfrente, aquel final de marzo, cuando acababan de cambiar la hora y yo protestaba porque pronto iba a llegar ese calor pegajoso que tanto me incordia. A los “importantes” ya les he comunicado lo que ha pasado, y ya no llamarán más ni remitirán más avisos, ni postales… ni siquiera correos electrónicos. Al resto… poco a poco, todos y todas lo irán sabiendo conforme sea oportuno… Pero no las abro. Siguen siendo tuyas…
¿Por qué me has hecho esto? No termino de entenderlo, no creo que me lo mereciera, ni que nadie se merezca algo así, por muy mal que lo haga. Y ni tan siquiera “malo” es el adjetivo adecuado para definirme, en eso tendrás que estar de acuerdo. ¿Por qué? Estas ganas de acabar con todo no pueden terminar siendo el epílogo de algo tan bello, de algo que, se suponía, iba a ser “maduro”, “consensuado” e “inteligente”…
Mañana iré a verte, si reúno el suficiente valor. Las flores de la última vez debe dar pena verlas… Además, tu madre me ha pedido que pruebe a limpiar tu lápida con un nuevo producto que la-vecina-de-la-vecina-de le ha recomendado… Ya sabes que me cuesta llevarle la contraria, siempre me ha costado…