Ni mil peluches tuertos...
Era tan fácil antes, cuando sólo había que pedir perdón... Ahora es un millón de “porqués”, y otro millón de “sin embargos”...
Podías romperle a tu vecino su juguete favorito, o incluso un diente si se terciaba... eran cosas “normales”; y volvías con la callada (pero con la cara que te delataba) a casa, a la hora de comer (ni un minuto más, y qué raro de menos...), y el mandil que te llegaba a la altura de la frente, ese mandil que te inspeccionaba de arriba abajo, que era capaz de detectar una millonésima fracción de “delito” hasta debajo de tus uñas y de tu flequillo (porque todos llevábamos flequillo).
Y la disculpa forzada y el “dale la mano” y el horrendo “dale un beso”. Y luego, ya se sabe... son asuntos de las viejas, el compensar el estropicio, porque se compensará, más tarde o más temprano, qué duda cabe.
Sí, era muy fácil. Entonces un mundo, no lo niego... pero un mundo más sencillo...
Y era tan simple resolver el puzzle del mundo... no faltaba nunca ninguna pieza; ya se ocupaban, aunque no les viéramos, de que no sucediera. Todas iban encajando, poquito, despacito, sin prisa. Cuánto tuvieron ellos que aprender sobre la marcha para insuflarnos esa mirada tranquila, esa mirada serena. Esa mirada simple de las cosas que “no te apures, dentro de poco tiempo, verás como te parece una tontada...”. Y siempre acertaban. Siempre... ¿Y hacia quien dirigir ahora esa mirada de calma, esa mirada mórfica, vigía, de espuma? Si no la sientes... si te falta...
Era tan fácil antes enamorarse de todo... hasta de ti lo hubiera sido...
Era tan fácil antes, cuando sólo había que pedir perdón... Ahora es un millón de “porqués”, y otro millón de “sin embargos”...
Podías romperle a tu vecino su juguete favorito, o incluso un diente si se terciaba... eran cosas “normales”; y volvías con la callada (pero con la cara que te delataba) a casa, a la hora de comer (ni un minuto más, y qué raro de menos...), y el mandil que te llegaba a la altura de la frente, ese mandil que te inspeccionaba de arriba abajo, que era capaz de detectar una millonésima fracción de “delito” hasta debajo de tus uñas y de tu flequillo (porque todos llevábamos flequillo).
Y la disculpa forzada y el “dale la mano” y el horrendo “dale un beso”. Y luego, ya se sabe... son asuntos de las viejas, el compensar el estropicio, porque se compensará, más tarde o más temprano, qué duda cabe.
Sí, era muy fácil. Entonces un mundo, no lo niego... pero un mundo más sencillo...
Y era tan simple resolver el puzzle del mundo... no faltaba nunca ninguna pieza; ya se ocupaban, aunque no les viéramos, de que no sucediera. Todas iban encajando, poquito, despacito, sin prisa. Cuánto tuvieron ellos que aprender sobre la marcha para insuflarnos esa mirada tranquila, esa mirada serena. Esa mirada simple de las cosas que “no te apures, dentro de poco tiempo, verás como te parece una tontada...”. Y siempre acertaban. Siempre... ¿Y hacia quien dirigir ahora esa mirada de calma, esa mirada mórfica, vigía, de espuma? Si no la sientes... si te falta...
Era tan fácil antes enamorarse de todo... hasta de ti lo hubiera sido...
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